Yo buscando el anillo perfecto.
Yo comprando nuestros pasajes a Flores.
Yo planificando como te convencería de que debíamos visitar Tikal, la ciudad imperial, el lugar de las voces.
Yo escribiendo y reescribiendo durante una semana las palabras que diría en la cúspide de la pirámide de la serpiente bicéfala, cuando con unas barbarulas de plata que compré en Querétaro, te pediría matrimonio.
Yo asumiendo que, luego de una breve conversación telefónica, todo eso se esfumó inceremoniosamente.
Yo imaginando que habías elegido a una persona que te merecía más que yo.
Yo pensando que no sería en Tikal, ni en Chichén-itzá, ni en el tercer nivel de la torre, ni en Vladivostok mirando hacia América, ni bajo la cuadriga de Brandenburgo. Ni un callejón de Venecia (Madrás, Brazzaville), ni la rueda del Prater, ni el Trianon, ni la fuente de Neptuno, ni la isla de los arqueros del Moldava, ni el Caribe plateado de Coche.