Acabo de regresar de ‘Ilan y Yordano, 20 años después’ en el Teresa y tenía que escribirte porque yo no puedo ver una imagen de Ilan sin acordarme de ti.
El concierto estaba planteado como una reedición del poliedrazo del ’86, cuando estábamos muy chamos para ir a verlos, pero no lo suficiente como para no crecer marcados por ellos. Qué asombroso ese punto en la historia del universo en el que el talento se mezcló con la legislación y ocurrió el uno por uno, ¿no? De pronto esos tipos, que han podido pelar bola como absolutamente todos los músicos venezolanos, tuvieron la oportunidad de volverse estrellas en cuatro años.
Hace unos meses, premonitoriamente, recordé la imagen de Ilan brincando sobre el piano del Teresa. El tipo en diez años pasó del anonimato a ser Dios absoluto, la única persona portadora del salvoconducto sagrado que le permitía saltar sobre el piano de cola del Teresa Carreño. Eso es más que una historia singular, y no creo que lo sea solamente porque nos atañe.
Ilan estaba realmente emocionado. Cuando digo ‘realmente’ no es una exageración, el tipo se detenía entre canción y canción para brincar, darle una vuelta al teclado, dar patadas al aire con esa sonrisa maniática, ya gordito, abuelo desde ayer. ‘Tenías que haber estado allí’ no aplica, y ‘estabas en espíritu’ suena lindo, pero en el fondo, es sólo un deseo.
Ávila fue explosiva, 1988 style, cientos de funcionarias ministeriales y esposas entradas en sus cuarenta brincando por la sala como carajitas.
Claro, no faltó ese subconjunto de público que repite chistes, que grita estupideces como si los artistas fuesen unos monitos que sólo están allí para hacer morisquetas. Verlos y oírlos fue un recordatorio de esa conversación que ojalá se vuelva una reflexión constante: ¿de dónde vendrá nuestro mal-lechismo? Genéticamente incapaces de decir con sinceridad ‘oye, que tipo tan brillante’, o de reconocer a alguien sin agregar automáticamente ‘pero es un mamaguevo’.
Yordano, como sabes, me pega más a mi. Pero no tenía muchas esperanzas. Luego de haber compartido de lejitos con un consanguíneo neurótico, el miedo a la decepción casi me hizo desear que el concierto se terminara en el intermedio, luego de Ilan y antes de que apareciera el tipo con las piernas abiertas cantando ‘Vivir en Caracas’ contra una proyección de fotos viejas de la ciudad. Estuve esperando el doloroso momento en el que todo se iba a ir a la mierda y no sucedió. Un concierto impecable, rápido, una ametralladora de canciones eléctricas. Nené en la percusión, Eddy Perez volando en la guitarra. Pensé en Springsteen, en Dylan, ¿sabes? en los tipos duros que van solos, que sobreviven a todo y renacen de vez en cuando.
Lástima que en el cambio de formato, primero a CD y luego a MP3 nuestra historia se pierda. Ahora oigo ciertas cosas y me da un colapso cerebral, una nostalgia septuagenaria, un guayabo escolar. Uno debería estar más acompañado de esa música para encontrar propósitos, mejorar nuestro sentido de dirección.
Bueno, largo para decir ‘cómo me hubiese gustado que en vez de la vieja de al lado estuviesen ustedes, brincando, aplaudiendo, en familia. Porque es mentira si te digo que todo estaba completo y todo estaba bien’.
besos,
dp./
PD: antes de que preguntes, un Yamaha ES8