Si naces en El Callao, tienes básicamente tres elecciones de carrera: trabajar en Minerven, en una de las empresas que le presta servicio a Minerven, o ser un «independiente» –irte al Yuruari a sacar oro.
Gracias a este último oficio, El Callao está salpicado de minúsculos establecimientos en los que sólo caben un tipo, una silla, un escritorio y una balanza. Los fines de semana, es normal ver cómo a plena luz del día –o bajo los precarios faros de halógeno– fajos de billetes, miles de dólares, cambian de manos en estos locales.
Un viernes me contaron que un independiente había sacado 80 onzas. Setentitantos mil dólares, al cambio –si pasas suficiente tiempo en El Callao, la conversión de peso a moneda termina siendo un acto reflejo.
También aprendes que esas historias suelen completarse el lunes. En efecto, luego de un fin de semana más o menos grato, este tipo que básicamente se había ganado la lotería, estaba de vuelta en el río, sin un céntimo.
Desde entonces, uso ese cuento como un ejemplo paradigmático del patetismo y la tragedia del minero: sin las herramientas para escapar a su trabajo y su vida, los independientes están condenados a transitar constantemente en torno a la perversión y volver todos los lunes al barro.
Años más tarde –la semana pasada– en una tasca llena de barrigones que tomaban 18 años un lunes a las tres de la tarde, entendí que esa dinámica no es exclusiva del minero independiente, sino que siendo más democráticos, es el estilo de vida de los habitantes de un petroestado. Todos los que nos quedamos en Venezuela somos mineros y esclavos de esa mecánica diabólica de ganar y perderlo todo y nunca progresar. La riqueza en Venezuela se genera sola y sale del piso y nos la bebemos todos los días del año; porque el alcohol es la gasolina del aparato productivo, el motivador perfecto para nuestra ignorancia, para nuestra voluntad de seguir en la orilla, construyendo castillos con el excremento del diablo.