Desde mi trono en el piso, declaro:
«Detesto los aeropuertos llenos, esa antihigiénica unión de transeúntes, huéspedes de enfermedades peregrinas, mutantes. Detesto que me rocen con otros lugares, que me fumen con la mente en los terminales libres de humo, que me sentencien desde los audífonos, desde la superioridad septentrional de los suéteres, de los abrigos, de las chaquetas forradas que fallan miserablemente en su intento por caber en los compartimientos superiores. Detesto las excusas sonrientes y lo sentimos mucho señor, tome este cupón para que intente durante media hora comprar un bocadillo, detesto a los niños que lloran, a los bestsellers abandonados en sillas manchadas de café, los zombies de revisteros, las parejas de recién casados, felices ignorantes rumbo a su luna de miel. Detesto el lento peregrinar de los aviones en las ventanas panorámicas. Detesto la memoria de otros aeropuertos llenos, otras personas que intentaron tener una conversación, las mujeres hermosas y lejanas que antes sacaban un libro y ahora producen laptops, PSPs, iPods y otros sofisticados dispositivos de aislamiento. Detesto la tensión dieléctrica de cientos de personas viéndose las caras durante horas con la sospecha, la intuición de que su equipaje está siendo destripado en lo más profundo de la terminal, cien niveles por debajo del uniforme piso de granito, recorrido hasta el final de los tiempos por ejércitos de ancianos que empujan cubetas mientras los relojes marchan lentamente hacia el vacío, hacia otro retraso, otra hora perdida en un aeropuerto repleto»