Hasta ese momento no me había dado cuenta de que siempre he estado fascinado por los sacagrapas, esos correctores del orden, mandíbulas filosas tan fuera de lugar en la oficina por la obviedad de su significado. Siempre los había preferido como instrumento de batalla y ocio. Pensaba, inocentemente, que ese gusto era normal, que no era extraño tocarlo siempre con curiosidad, ensayar el roce de sus colmillos, mantenerlos cerrados con una presión lateral, perforar hojas sueltas, en fin, ejecutar mientras hablaba por teléfono el sagrado rito del sacagrapas.