A comienzos de los 70s, las grandes ciudades norteamericanas comenzaron a adolecer de ingobernabilidad: crecimiento descontrolado, superpoblación, fuga hacia los suburbios. Corrupción y problemas presupuestarios convirtieron a otrora grandes faros de progreso, como San Francisco, Los Angeles, Chicago y Nueva York; en un ejemplo patente de todo lo que estaba mal con el sistema capitalista.
Acto seguido, Hollywood, con su multimillonaria máquina de venta al mejor postor, se encargó rápidamente de retratar la épica del malandraje americano. Las imágenes de un Bronx de ventanas rotas, dilapidado, capturó la imaginación de millones de desamparados en todo el continente. Miles de «víctimas del sistema» establecieron territorios, consolidando una seductora cultura de bandas, tribus urbanas al margen de la ley.
Es Enero de 2010 y en el cruce de la Avenida Nueva Granada con la Avenida Zuloaga, en La Bandera, yace un contenedor de basura a cielo abierto, como un gran lagarto agonizante.
El poder de Hollywood es tal, que treinta años después alguien ha graffiteado «El Bronx» en este contenedor de basura; creando una puerta de entrada, un cartel de bienvenida, o una señal de advertencia: «Abandone toda esperanza – entre a su propio riesgo.»
Bastaría acotar que la dinámica del desarrollo es una vorágine tan brutal, tan implacable y desoladora, que apenas treinta años después de Fuerte Apache, Los amos de la noche, o Rescate en Nueva York; esa ciudad dilapidada ya no existe y un habitante del Bronx o de las partes más tóxicas de Queens, se sentiría completamente inseguro, aterrorizado, si estuviese parado en la esquina donde escribo esto.