Llegué al Benito Juárez al mediodía. Nos internamos en la sempiterna nube gris que cubre a la ciudad y de pronto aterrizamos. Taxeando por la pista el piloto anunció la hora local y el clima –’como pueden ver, brumoso’. El poder del eufemismo.
Mientras caminaba por el gusano, me llegó El Olor, esa mezcla endemoniada de humo y frijoles que es el aroma de este lugar. ‘Bienvenido a la pinche Ciudad de México’ –dije mientras advertía que a través de las ventanillas intermitentes del gusano, los edificios que circundan al aeropuerto apenas podían distinguirse en el smog.
Retrocediendo en la historia, la última semana en Venezuela puedo contar en horas el tiempo que pasé en mi casa. Seis días, cinco ciudades, 9 viajes en avión y un regreso desde Barquisimeto a Caracas en autobús, uno como en el que me monté al salir del Benito Juárez –en la sección de fumadores, pues no había más puestos– rumbo a Cuernavaca.
El sábado en Barquisimeto fue la gloria. Almorcé en casa de mi tía con una de mis primas, sus hijos y sobrinos. Sentí que era un regalo, un último regalo, como si hubiese renunciado al derecho de tener una familia funcional y numerosa y esa fuese una muestra apacible/diabólica de lo que había perdido. Ademas, comí con mi ahijado –seis años– una de las pocas personas en el mundo con quien puedo comunicarme.
Una vez en el Casino de la Selva, manejé con cierta destreza los intentos de los locales para dejarme sin equipaje y conseguir el taxi a Tepetzingo por un monto que repetí no menos de cinco veces con el desgano de quien acepta que la trampa es el estilo de vida de mucha gente.
Llegué y saludé a quién tenía que saludar, todos me devolvieron el saludo como si no hubiese estado fuera más de un par de días. Efectivamente así parecía, detenidos en el tiempo, los mismos papeles atrasados en los mismos lugares. Resolví un par de detalles técnicos acerca de mi estadía, abrí la computadora y mientras booteaba, salí al jardín que queda detrás de la oficina.
Pausa.
Recordé un sábado, no hace mucho, cuando me quité los zapatos y caminé por esa grama puntiaguda antes de acostarme para ver las nubes que disfrutaban del privilegio de no tener consciencia.
Pisé la grama. Al frente, seis silos gigantescos, cilindros perfectos de concreto, majestuosos y silentes con la certeza de que su estructura nos sobrevivirá quizás por cien o doscientos años; al fondo, las montañas de la meseta central. A mi lado, desde la oscuridad de un árbol frondoso provenían decenas de graznidos. Un cuervo salió de entre las hojas y levantó vuelo, luego otro. Los vi volar, práctica de maniobras predatorias contra el cielo azul pálido. A pesar de los hitos, pensé con miedo y resignación, no sabía exactamente dónde estaba; pero eso no era lo grave, lo grave era que estaba completamente convencido de que esos cuervos sí sabían con toda seguridad dónde estaban ellos, y por consiguiente, yo.