Apenas son las siete y el calor es insoportable. En Jugoso, un monstruo de doscientos kilos pide un Cerelac con Equal. Yo voy por naranja-zanahoria-lechosa, no, cambur, no, fresa-parchita, no, mandarina y dos empanadas de ricotta con maíz, integrales, horneadas. Las empanadas, aún así, ‘dietéticas’, por un asunto regionalista son sendas bombas calóricas.
El centro es un desastre que acaba de despertar. Las estaciones de registro de votantes están vacías en una Plaza Bolívar rodeada por una muralla de basura. Sábado, dos de septiembre, la basura es la única evidencia de que apenas ayer un millón de personas gastaron todo el PIB del Caribe en caña, ropa y bisutería. En la basílica, un gordo de camisa roja se aprieta las sienes con ambas manos, levanta la cara y me mira, llora. Llora como se debe llorar a primera hora en la casa del perdón.
Hay un estacionamiento/atracadero al borde del lago. Un policía y dos tipos en camisas de basket resuelven algo al pie de un barco. Los tres callan, me miran, esperan que pase. A una distancia prudente tomo una foto hacia el lago, la bruma envuelve al Rafael Urdaneta. Milagrosa sorpresa que no haya Lemna a la vista, que la brisa del lago retenga, en ese instante de la historia, todo el significado de la frase.
En el CAMLB, casi escondida en la puerta de la biblioteca, hay una revisión multimedia del grupo Guillo:
Poema porsiacaso Laura si me muere un día destos cuando yo este lejos y a nadie se le ocurre por ilógico avisarme a mi que nada tengo que con eso porque y que soy sátiro sin alma ni corazón sin agua para dar de beber sin vino ni cerveza que dar a los que uno ama desde edad muy tierna
-Blas Perozo Naveda, 1973
(sic, sic, sic y sic)
Justo enfrente, un corcho y unos papelitos en blanco. ‘Deje su poema’. Enio, como siempre decimos, nunca inventamos nada, todos siempre fuimos poetas en tránsito.
Al salir, la ciudad, ese mercado infinito, ha terminado de despertar. Un grupo de palomas picotea un tequeño. Irrumpo en un juego privado: a mitad de la plaza Baralt, un frutero le tira uvas podridas a un buhonero que arrastra hasta su puesto el carro de metal con toda la mercancía. Sólo uno de ellos ríe.
A tres cuadras, el puerto no existe. ‘Esta ciudad queda tierra adentro, de espaldas al lago’, pienso mientras voy en el taxi y me consigo con esa maravilla que es Ruta 2, de Alberto Asprino, en el MACZUL. Obvio la explicación genérica, Ruta 2 es lo que el mar devuelve: maderas como libros, una colección de zapatos llamada ‘naturaleza muerta’, objetos clasificados en el piso, desechos de una ciudad, una vida. De grande ya no me conmueven las muñecas rotas, símbolo universal de las zonas de guerra, ahora son historias más puntuales: media carcaza de un taladro me hace llorar, un taladro azul, una herramienta que alguna vez alguien sostuvo orgulloso en su mano derecha.
Afuera en la terraza una belleza habla por celular, espera. De espaldas al lago al museo a la ciudad a la belleza, saco el mío. Vengan a buscarme.