Que Orlando Zapata haya muerto el mismo día en que el presidente Lula Da Silva jugueteaba con Fidel imbuido en su ropaje Nike, y un día después de que los presidentes electos de América Latina recibían en Cancún, en igualdad de condiciones, a Raúl Castro, un hijito de su hermano, que como los reyes ejerce la Presidencia de su país por razones de linaje y no por votación secreta y universal, es un inmenso dedo acusador que se levanta sobre el mar Caribe señalando la hipocresía alcahueta de un grupo de gobernantes que, a fuerza de querer distanciarse de Estados Unidos, son capaces de sumirse en el más triste y extenso silencio cómplice ante el horror.
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