Un apunte de Alberto Fuguet dispara un hermoso recuerdo del pana Coll (con poema del Buk incluido), que a su vez me hace recordar las cosas que perdí en la última mudanza. Este comentario es de pasada, a manera de intro y ni remotamente con la intención de establecer un vínculo con Fuguet, quien es un escritor genial, un monstruo, un inalcanzable de la palabra.
Entiendo la afición por la tecnología obsoleta como parte integral de mi personalidad como tecnólogo (o en todo caso, una deformación profesional). La revolución digital, esa descabellada idea de que cualquiera podría disponer de un computador personal, ha generado en los últimos treinta años una variedad agobiante de dispositivos que hemos tenido que aprender a usar y olvidar rápidamente. Creo que no se repite lo suficiente: la tecnología humana avanza mucho más rápido de lo que puede ser comprendida. Tanto así que las repercusiones filosóficas de un invento apenas comienzan a estudiarse cuando éste pierde vigencia.
Hay cientos de ejemplos, el primero que se me ocurre es Enigma; hace sesenta años, ese mítico ingenio de madera y metal era el dispositivo más avanzado de la tierra. Gracias a él, un grupito demencial logró apoderarse de un tercio del planeta en un par de años; tiempo que tardó Enigma en volverse obsoleta y ser reemplazada por los primeros computadores digitales, que al final fueron quienes ganaron la guerra; justo en el momento en el que se volvieron irrelevantes con la invención de la madre de todas las armas. Todo esto ocurrió en cinco años, lo que demuestra, entre otras cosas, que en algún momento del siglo XX la humanidad dio un impresionante salto cognitivo, equivalente en importancia al Renacimiento.
A finales de los noventa, gracias a un proceso que todavía no entiendo del todo pero intuyo que tiene algo de ultra-short-term nostalgia, decidí que iba a iniciar una colección de tecnología obsoleta. De alguna manera, estar en contacto con esas grandes obras que alguna vez representaron la cúspide del conocimiento humano, me podría ayudar a entender las implicaciones filosóficas e históricas de pasar diez horas diarias introduciendo datos, generando conocimiento en una máquina (y si, en el fondo mitigar el agobio del nihilismo, la pérdida de significado de nuestras vidas, haber renunciado al walk-on part in the war for a lead role in a cage y todo eso).
También, la verdad, es que nunca superé haber vendido mi segunda máquina, una Apple //c, para comprarme mi primera 286 y comenzar un largo, penoso y ciego recorrido por el mundo de la computación creyendo que todas las máquinas modernas se portaban como las PCs.
Como sucede con casi todos los objetos fabricados en serie, el valor de un artículo de computación puede ser representado por una curva en la que el costo de dicho artículo desciende vertiginosamente hasta llegar un punto en que es despreciable, para luego ascender a medida que se vuelve una pieza de colección. Una extrapolación de la ley de Moore y un poco de intuición me llevó a concluir que el número mágico, ese punto en el que el artículo llegaba a su mínimo valor posible, se situaba entre los 8 y los 12 años.
Así empecé una búsqueda de artilugios de finales de los ochentas que ya nadie quería. La idea era que cuando tuviese una casa y por ende un estudio, esos serían mis trofeos, las piezas que adornarían mis paredes, o en su defecto, los escritorios.
La gente empezó a venderme o regalarme sus desechos: una Epson ActionLaser II, una LX80 (gemela de la primera impresora que tuve en mi vida, un ferrari en forma y entusiasmo), una Powerbook Duo 230 (quizás la segunda laptop mejor diseñada en lo que va de historia), una IBM PS/2-30 (la primera máquina con VGA y el teclado que definió el estándar por casi veinte años), y una Performa 550 de alguien que de verdad nunca la quiso. Máquinas todas que pertenecen a una época si se quiere gris, aburrida, de la historia de la computación. A medio camino entre la explosión de la primera interfaz gráfica y la aparición del iMac.
Pero la pièce de résistance de La Galería de Obsolescencias era una 5150 que cayó en mis manos cuando un tío rico decidió limpiar su casa a principios de 2000. Mi único objeto fuera de periodo era una bella máquina, en su space invaders kind of way, como bien apunta Coll en el comentario que disparó toda esta avalancha. Tenía el monitor original (una rareza con motu proprio) y ese rígido teclado digno de varios premios internacionales. De vez en cuando disfrutaba de su glacial proceso de arranque y un rápido juego de Alley Cat.
Durante esta cacería entendí que esas máquinas eran en el fondo la representación física de la niñez que perdí devorando revistas de computación, objetos anhelados con la distancia por default que establece vivir en Latinoamérica, obscenamente inasequibles para un hijo del tercer mundo, como casi todos los hitos de la revolución digital.
Luego caí en cuenta, de la peor manera, de que no mucho había cambiado. Para ser coleccionista primero hay que ser millonario.
En Lucky Wander Boy, DB Weiss, vía Adam Pennyman, construye un libro-dentro-de-un-libro llamado «The Catalog of Obsolete Entertainments», una maravillosa colección de análisis gnóstico-filosófico-técnicos acerca del ‘significado’ detrás de los videojuegos de la era clásica (Pac-Man, Space Invaders, Frogger, Donkey Kong). Al final, como uno aprende a intuir, el proyecto lo consume. Not by chance, gracias a un razonamiento anterior y completamente desligado, yo mantenía una versión de esa galería.
Ser esclavo de las colecciones físicas implica automáticamente inamovilidad. Otro tipo de colecciones tienen peores consecuencias de orden emocional. En un acto de inaudito desprendimiento, durante la última mudanza renuncié a la Galería de Obsolescencias. Las máquinas, todas operativas, onerosamente restauradas, se fueron como vinieron, por debajo de su precio de mercado. Llené a medias el vacío afectivo con el coffee table book que me define, una pieza central destinada a impresionar a los incautos, una joya de lo que fuimos: Digital Retro, de Gordon Laing.
Libros, productos de otra revolución con cinco siglos en desarrollo, artículos originales de colección, cercanos, muy cercanos a la obsolescencia.