Él terminó su pieza, recogió la colaboración entre los pasajeros y se fue al siguiente vagón a seguir ganándose la vida. Se fue sin mirar atrás, como los héroes, y dejó en esa cara una sonrisa grabada en mármol. Tanto, que cuando pudo sentarse, cerró los ojos para estirarla, para que la realidad no pudiera estropearla. Y viajó en una isla, en una taima de su dolor, en una dulce dimensión paralela de esa ciudad/hospital que sólo acepta amargados, adoloridos, resentidos.