Esta configuración del 737-300 tiene unos asientos en la primera fila enfrentados al resto del avión. En un episodio freakipediano leí una vez que ciertos Tupolev (134, 154, no recuerdo) tenían asientos enfrentados y supuestamente era toda una experiencia montarse en ellos. No, no lo es. Al despegar siento que voy a caer como una piedra en la cocina.
Frente a mi dos niños gritan a todo dar. Pelean por la posesión de una pistola amarilla, galáctica. A mi lado, una tipa golpeada por la vida se come a su novio casi adolescente. Sobre el ruido de las turbinas se escuchan los salivazos.
El taxista pone música de relajamiento. Ríos, pajaritos y esas cosas. Se aguanta unos interminables veinte segundos antes de interpelarme orgulloso ‘¿Qué le parece la música, amigo?’. Acumulo todo el cinismo que me queda, ‘¡Excelente!’, contesto replicando su hiper-optimismo. ‘Justo lo que uno necesita al final del día’.
Flashback: Hace un tiempo, subiendo de la Guaira, el taxista nos pone Vivaldi y empieza a hacer Orchestral Manoeuvres in the Dark. En la peor jugada del día, Alejandro le pregunta ‘¿Le gusta la música clásica?’ Y el tipo se dispara un elocuente discurso interminable que nos enfrenta a la más cruda y violenta ignorancia musical jamás improvisada en el trópico.
Padre, he pecado. Pero es que también he puesto ambas mejillas. Así que perdóname si no discuto con los taxistas sobre política o rocanrol.
Mágicamente no hay tráfico en la excusa para carretera que conecta con la ciudad. Una vez arriba, la situación es otra pues Caracas funciona de la siguiente manera: si no te agarra La Araña, te agarra El Pulpo, y si no, El Ciempiés. La cola es un hecho de Caracas, como el Ávila y las mujeres hermosas. Esquivarla es desafiar a los dioses.
Frente al Jardín Botánico atropellan a un indigente cinco minutos antes de que nosotros pasemos. Se genera un embotellamiento de mil caraqueños que pasan lentiiiiico con el único propósito de hacernos perder una hora de nuestras vidas. Una hora con música de relajación y el taxista preguntándose en voz alta qué va a cenar. Una hora de elucubraciones de viernes por la noche en la que discutimos, por ejemplo, la mecánica de los airbags, ‘¿como sabe el carro cuando liberar la bolsa? ¿por qué el talco ese que traen huele tan mal? ¿por qué es imposible de limpiar?’. Hay algo esotérico en los airbags, ‘algo malo debe tener ese polvillo que lo cubre todo’, es nuestra conclusión mientras pasamos junto a una sábana manchada de sangre.
Luego de hora y media de olas, cascadas y viento, el tipo pone la radio. Salsa, Shakira, una entrevista con una Ex-Miss en decadencia, el final de Penny Lane, ‘qué arrechos los Beatles… perdone la expresión’, dice el taxista. Ahí comienza Sultans of Swing y enfilamos por la avenida donde queda mi edificio. Suena duro, como los temas excelentes suelen sonar cuando es medianoche y uno está cansado. ‘Dire Straits’, dice, recordando más a la época y lo joven que era, que a Knopfler. ‘También arrechos’, le digo. El tipo asiente. Sultans of Swing es toda una pieza. Un excelente cuento sobre nada. Creo que eso es lo que dice O.
Me doy cuenta de que vamos a llegar al edificio y todavía falta, falta, no no no, más lento, falta… Llegamos.
‘¡Ya va ya va! El solo, EL SOLO. No me bajo antes del solo’. El tipo me mira raro. Le señalo la radio y marco con el dedo el último compás antes de armar la guitarra de aire y lanzarme: ‘Piiiiiiwn piwnpiwini piiinwipiiiinwipinpwinpwin piriwinipiriwin parawarawawarawarawarawa pinwiriwiriwinwiri piriwiwiriwiriwin parawararawarawararwarwa parawaaa parawaaa parawaaaa wawawaaaaa… Piripiripiripririrí piripiriririririrí Piripiripiripririrí piripiriririririrí Piripiripiripririrí piripiriririririrí Piripiripiripririrí piripiriririririrí Piripiripiripririrí piripiriririririrí Piiiiin piri pi pi pirirí. ¿Cuánto le debo?’
‘Ochenta y cinco ¿Qué le pareció la música?’
‘Excelente amigo. Justo lo que uno necesita al final del día’.