Pero aún así se le fue haciendo asfixiante. Un día cayó en cuenta de eso, y de la magnitud del mapa del exilio entre sus afectos. Por eso, y por no tener nada que cuidar en su Caracas atrincherada, trazó un itinerario para reencontrarse con la parte de su mundo que renunció a un país que desayuna, almuerza y cena con dos temas invariables: los delirios de un pequeño emperador y la violencia circundante.
Uno de sus primeros destinos fue Barbés, un barrio al norte de París que podría parecerse a Catia, si Catia fuese limpia y no flotase sobre un colchón de pólvora. Sus anfitriones le alertaron acerca de la zona y sus habitantes, sobre la dificultad para comprender el verlán el francés malandro y le sugirieron, por último, que ajustara su comprensión del peligro a ese paisaje.
Esto último se lo repetían a diario esa primera semana que pasó en París, cada vez que lo veían llegar de sus largas caminatas en la noche.
Sigue menospreciando el peligro y un día te vas a ganar una cuchillada, le advirtieron.
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