Para el lector ocasional puede ser sólo una tira divertida sobre un niño y su oso de peluche, pero Calvin & Hobbes es ampliamente considerado como un cómic revolucionario. A mediados de los ochentas cambió por completo el panorama de las tiras cómicas de los periódicos, definió nuevas reglas y acabó con paradigmas de ilustración como el chiste desechable en los primeros dos cuadros de la tira dominical y la cantidad y el tamaño de las viñetas. Al final de sus diez años, Calvin & Hobbes se había convertido en un clásico, reservándose un puesto junto a sus principales influencias: Peanuts y Krazy Kat.
Gracias a un widget de escritorio y una suscripción a «comic-a-day», la leo religiosamente. El icono de mi carpeta de documentos es Calvin gritando y el primer cursor animado que monté en el lejano Windows95 (cuando se estilaba eso de los cursores animados) fue por supuesto un Hobbes corriendo. Ninguno de estas imágenes fueron autorizadas por su creador, Bill Watterson, pues consideraba que el licenciamiento aniquilaba el espíritu de los cómics, llevándolo incluso a una disputa pública con sus editores y Jim Davis, el creador de Garfield (y maestro de maestros en licenciamiento). Gracias a esa y otras comúnmente consideradas excentricidades, Watterson se me antoja como un Salinger del cómic, un genio estratosférico, una leyenda que compuso su gran obra y ahora vive en reclusión.
Chris Suellentrop escribió en noviembre un artículo en Slate conmemorando los 10 años de la última tira. El ensayo de diapositivas que está al final del artículo es una joya que ilustra claramente las influencias y la manifestación de la personalidad de Watterson a través de su cómic.