Justo en el momento en el que voy a quejarme mentalmente por la ausencia de líquidos en la mesa, nuestro mesonero designado para el matrimonio de hoy trae una botella de Etiqueta.
-Señor, esta noche habrá whisky en las mesas. ¿Desea alguna otra bebida?
-No, whisky está bien -alcanzo a decir mientras juro por Dios que, con esa amabilidad, el tipo mínimo está calculando dónde tengo la billetera.
-¿Y desea soda o agua?
Gente seria.
Vuelve al rato con una botella de Canada Dry, un vaso corto y una cubeta de hielo. Ninguno de los desconocidos de la mesa se mueve. Entiendo que soy el único con afinidades etílicas (¡ae!) y decreto mentalmente que voy a abusar de ese vaso corto hasta que me crea Bond. Esa podría ser la única forma de digerir el supermercado abastecido que recorrí hoy como una atracción turística, o los 1800 km que también hice hoy y repetiré mañana.
Una de mis conversaciones de borracho favoritas comienza con ‘cada vez que tomo Etiqueta, recuerdo los manantiales de Escocia’. El whisky a veces me sabe a agua helada, a naturaleza, vacas peludas pastando y lagos que enmarcan castillos olvidados a cuyos nombres les sobran erres. Esta conversación continua con una afirmación casi categórica: ‘y si es con Perrier, mejor’.
En realidad podría ser con San Pellegrino, Gerolstiener, pero los sparkling water junkies decimos Perrier. En mi ruta hacia la personificación de Daniel Craig descubro, luego del primer sorbo, que la club soda de Canada Dry sostiene un puesto respetable en la categoría de ‘no tenemos mineral con gas, ¿con qué lo desea?’. Allá no hay esa soda, allá hay pecsi-cola y de vaina. Nunca probé un trago tan dulce, tan suéltate la corbata y apoya un codo en la silla de al lado. Qué maravilla de sociedad: sin militares ni complejos importadores. Pura vida, como dicen ellos. Vida para beber en paz, probar cosas buenas y visitar los supermercados sin temor. Vida para vivir como gente, chico.