Mientras lleno, tacho y corrijo la tarjeta de inmigración con toda la ladilla y la arrechera que da llenar formas innecesarias (especialmente innecesarias en un país en el que todo el mundo está fichado), recuerdo un México-Caracas en diciembre de 2003, luego del cual un agente de inmigración, al ver la dirección de la casa de mis padres, dijo:
-¿Chuao? Osea que tú eres un escuálido.
Y yo, con toda la ladilla y la arrechera que dan cinco horas de madrugada en un vuelo de Mexicana sin peliculita, le escupí:
-Si, y si quieres me deportas pa’ México. Allá parece que soy gente.
A lo cual el tipo mintió:
-Tranquilo que yo también soy escuálido.
Lo más atesorable de este recuerdo no es que el comemierda ese haya recapacitado en medio de su propio horror, ni que en Venezuela la joda sea una defensa infalible, sino que ese intercambio era perfectamente normal en diciembre de 2003 y hoy resulta una atrocidad segregacionista (pajúa, debería añadir).
Así, fríamente, en el gran esquema de las cosas, este cuentico sería irrelevante si no fuese un ritual de transición, un empujoncito más de este guevo e’ goma que nos metieron.