Khem, mi anfitrión jamaiquino en Brooklyn, me da las direcciones para el mercado más cercano.
-It’s a bunch of hispanic cats, you’ll be comfortable there –hace una breve pausa, consciente de que acaba de hacer un perfil racial –But don’t buy any meat! Only if it’s pre-packaged.
Al final de la larga calle de brownstones, caigo en la avenida principal. Un chulo vestido con terciopelo rojo atigrado y un sombrero de copa con el mismo patrón, le entrega un cetro con mango de cristal púrpura a un gordo con franela gris, un mono Adidas y gafas oscuras. El chulo se pone unos guantes negros, el gordo se estira la franela sobre la panza y comienzan a desfilar juntos por la acera. Por el medio de la calle pasa un tipo flaco en bicicleta, con otro parado sobre el eje de la rueda trasera. Ambos sin camisa a pesar del frío. Sus rostros evidencian un hambre alucinada.
Se activan los sensores que te avisan cuando estás en desventaja y aislado. Soy el único blanco. Comienza a oscurecer.
Pierdo las esperanzas de llegar al mercado a salvo. Saco el teléfono y de reojo ubico el super más cercano. En eso, un tipo en silla de ruedas me detecta, me sorprende, me llama «mister» con toda la autoridad que le dan sus años.
–Help me out –ruega, concede.
Bed-Stuy fue la barriada más grande de NY. Es más denso, grande y rudo que Harlem. Pero desde hace un tiempo, la rata de asesinatos ha bajado hasta el promedio. De una de las calles que desembocan en Atlantic Avenue, aparece una flaca rubia trotando con su perro. Del otro lado de la acera, un par de hipsters destacan tanto como yo.
En el Fulton park hay un predicador, un mercado de granjeros, unos negros milenarios jugando ajedrez. Bed-Stuy es otro ejemplo de cómo se recupera un lugar totalmente perdido. Me encanta, y a ti también te encantaría.