Con frecuencia pienso que el estado, en su infinito sadismo, me educó justo lo necesario para que pudiera entender la magnitud de su maltrato. Hubiese sido mejor que no me indignara la desfachatez, la segregación en las oficinas públicas, el discurso excluyente, la mentira predicada en cadena nacional, la normalización de la ruina. Así que luego de casi 40 años de odio sistemático y descarado por parte del estado venezolano, el hecho de que un día la inmigración de otro país tuvo la piedad o el interés para darme una residencia temporal, es un regalo que siempre recordaré en Navidad.