Hace un cuarto de siglo fui con mis padres a Ginebra. Ginebra fue la primera ciudad de Europa que conocí. Fue una cosa muy loca, muy despilfarradora, muy petrolera, que hizo mi padre cuando el país y él eran otros. Cuando las posibilidades de que todo se fuese a la mierda eran bastante remotas.
Papá de vez en cuando habla de Suiza como quien habla de la novia que se escapó, cuenta cosas que pasaron, recuerda hechos que no ocurrieron, o que ocurrieron de manera distinta. Habla de mi y de su novia invernal como dos maravillas que sucedieron simultaneamente. He vivido con eso toda la vida. Mis padres más nunca volvieron.
Yo tampoco volví. En parte porque Suiza es hijodeputamente cara, y en parte porque el peso de la memoria es muy grande. i.e.: ¿volver a Suiza contando céntimos cuando la recorrí como un pequeño príncipe? No me jodas, eso duele mucho.
Hace un mes conseguí un trabajo temporal en Ginebra. En el avión, lloré como una nena cuando vi el lago Léman. Ayer, paseando solo por el centro, tuve que sentarme en un banco para lidiar con el hecho de que había calles que recordaba. ¿Cómo diablos retienes a los 12 años la memoria de una calle? Te digo como: estando deslumbrado.
Esto, la vida, no hubiese sido lo mismo si, cuando era niño, ellos no hubiesen perpetrado esos atentados contra nuestra estabilidad financiera. Tuve el tino, o la inteligencia emocional de escribirles y decirles exactamente eso, mientras celebraba con mi primera y última birra de €10 que si, que luego de un largo, largo, larguísimo periplo, el círculo se cerró. Trabajo en Ginebra y mi padre, vicariamente, por fin ha regresado.