Mastodon

Añoranza por los objetos

Una tarde de Noviembre, fui con mis padres a la casa-museo de Dalí en Port Lligat. Otoño. 10 grados. Llovía. Era un día de semana. Sólo 6 personas en toda la casa. La visita fue casi un recorrido privado. Como estaba con mi papá y estábamos solos, de pronto me vino la idea de que era la casa de su padre. No porque ambos viejos se parecieran (aunque si, un poco en la joie de vivre), sino por la estética generacional: los muebles, la distribución, los objetos.

Como tenían la misma edad, es lógico que Dalí y mi abuelo tuvieran los mismos objetos. No hablo de las cosas locas como el oso polar en la entrada, los huevos en la terraza o los cojines tentaculares en la piscina, sino de los objetos cotidianos y una que otra memorabilia que cualquier octogenario podría haber acumulado a lo largo del siglo XX. Cuando entré al baño de Gala, pensé que estaba entrando en el baño de mi abuela. Sin su permiso.

Hay algo de fantasmagórico en la idea que tengo de Dalí. Su voz la escucho siempre con eco. Como la de mi abuelo. Fragmentos, sound bites absurdos, expresiones de sorpresa, una mano, ojos, una voz que me llama por el número impreso en mi camiseta, una espontánea y transgresora higa a una enfermera. Quizás tenga que ver con haber visitado de muy joven esa galería de espejos sonoros que es el museo Dalí en París y esa quimera que es el museo de San Petersburgo. Esa cosa ahí, de cara a la costa del Golfo, lejos de toda cultura.

Ahora que todos están muertos, o reunidos, o sintetizados en el mismo lugar; lo que queda son utensilios de cocina, adornos, instrumentos de trabajo, un radio reproductor. Los mismos objetos a ambos lados del Atlántico.

Entonces, si ocurriera una de esas frecuentes epidemias de amnesia y todo el mundo olvidara la obra de Dalí, la casa de mi abuelo y la casa de Dalí tendrían cosas parecidas. Es muy curioso que luego de los hijos, las obras y los árboles que siembras, lo que queda de ti, tu legado, tu testimonio de paso por la tierra, sean los cacharros que acumulas. Si has limpiado la casa de un difunto alguna vez, sabes de lo que hablo: cuando mueres, dejas un montón de basura. Excepto si eres un artista, en cuyo caso, es un acto de genialidad haber llenado tu casa de baratijas.

Aunque pensándolo bien, es probable que la de mi abuelo fue la última generación de acaparadores. La obsolescencia programada ha alterado nuestra relación con los objetos. Mi papá dejará muchas menos cosas que mi abuelo. No tendrá un estudio-refugio lleno de trastos, no tendrá esos libros privados, álbumes con poemas de novias clandestinas, gavetas llenas de proyectos inconclusos, ni periódicos de 1914.

¿Y yo? bueno, en el caso de los emigrantes es un asunto completamente distinto. Cuando emigras, renuncias a todo lo que no te cabe en la maleta.

(Mi esposa dice que cada vez que hace una maleta revive el episodio, recuerda las cosas de las que se desprendió y es como si se rasguñara y reabriera una herida que nunca sana completamente)

Yo dejé hasta los poemarios, pensando –aspirando– que eso haría más llevadera esta derrota que es emigrar. Pero no.

Claro, hay emigrantes de emigrantes. Hay gente que llena sus baúles victorianos y emprende la expedición. Gente que transporta un container y 60 cajas de basura de un continente a otro. Pero yo nunca fui de esos.

Así que cuando veo objetos acumulados en una repisa, cuando visito a una casa y descubro historia, sufro un episodio de añoranza por los objetos ¿sabes?: el ansia de tener un carrito de mi infancia, un bolígrafo, un reloj, un portarretratos, un llavero, cualquier recuerdo de il vecchio paese. Un asidero, algo, en el éter de la desmemoria.

 

Leer entrada anterior
Las frases de mi vida – Jhumpa Lahiri

La galardonada autora Jhumpa Lahiri evoca su primera frase favorita: Recuerdo leer una frase de Joyce, en el cuento "Arabia"....

Cerrar