Desde que tengo memoria, en casa de mis padres han habido ramos de la Floristería Bello Monte; cuyo aspecto más memorable, más allá del buen gusto del arreglo, era la tarjeta con un sobrio bouquet en la esquina y un mensaje escueto a mi madre, escrito con una máquina de letras cursivas.
Los dentistas, los barberos, médicos y floristas de confianza son un rasgo hereditario. Creo en eso. Así que tan pronto me hice adulto, o mejor dicho, lo suficientemente adulto para entender que las flores son importantes, también me hice cliente.
En vez de llamar, me gusta ir, traspasar el umbral donde se desvanece en perfume la Avenida Casanova, y sentarme frente al escritorio solitario. A diferencia de muchas otras, la Floristería Bello Monte es un lugar sobrio, quizás hasta lúgubre, el sitio donde uno esperaría comprar, por ejemplo, una corona mortuoria.
Siguiendo una corazonada, fui casi una semana antes del 14 de Febrero, y llegué justo a tiempo: «Este año sólo estamos atendiendo a los clientes fijos», me dijo la Señora Luisa, y luego procedió a darme una clase de comercio floral.
Aprendí esa mañana que sus mejores flores son las venezolanas, que son exportadas, tratadas con frío en Colombia y reimportadas de manera informal. Al final de una brevísima pero furiosa diatriba contra el status quo, escuché también una confesión: es imposible colocarle el precio correcto a un producto que, por conflictos fronterizos, ineficacias en la cadena de distribución y agallas de los productores, ha subido 400% en seis meses.
«Y ahora mira esto», dijo desdoblando el periódico deportivo Meridiano. «Congelan activos de PDVSA por 12 millardos de dólares», rezaba el titular de una nota minúscula, enterrada antes de las páginas de farándula.
No fue difícil hilar lo que había sucedido el día anterior en una corte londinense con las dificultades del mercado floral. «Por eso dije que este año no voy a tener inventario en la cava. Para el día de los enamorados, sólo atiendo a clientes fijos»
Sembradíos clandestinos, controles fronterizos, dólar libre, caminos verdes, comandantes de guarnición, gobernadores, personajes oscuros con flores al cinto, los albores de una guerra. No pude evitar la idea de que compré rosas de conflicto, flora prohibida.
Al salir y volver a la Casanova, abollado por el encuentro, intuí los posibles resultados de mi relación con la Floristería Bello Monte:
En un escenario, mueren los dueños y el local es vendido a un miembro de la boligarquía, quien rápidamente lo transformará en una agencia de lotería, o en un burdel (el sótano y la cava podrían ser de utilidad).
En otro escenario, la ineficiencia de nuestro comercio interno, o el largo brazo de alguna la agencia destinada al terrorismo contra la clase media, les quiebra la espalda y el negocio.
Lo único seguro es esto: si vivo, dentro de unos años pasaré por la esquina de Casanova y Coromoto, en Sabana Grande, y le haré a mi hijo un comentario que le será completamente ajeno: «mira, ahí quedaba la floristería donde tu abuelo le compraba rosas a tu abuela».