Robin Williams está íntimamente ligado a ese conjunto de decisiones que formaron mi estética del humor. Popeye es la primera película que recuerdo haber visto en el cine y Mork & Mindy la primera serie de televisión. La veíamos en casa de mis tías, en familia, en un pequeño televisor blanco y negro colgado de la pared (durante unos meses, el muñeco de Mork fue mi juguete preferido). Robin Williams popularizó una manera de sentarse y muchas veces en casa, cuando estoy en el sofá, lo recuerdo.
Luego en mi adolescencia Robin Williams fue mi guía para un montón de reflexiones. Más de una madrugada me quedé viendo Un Ruso en Nueva York, una de las películas esenciales sobre la emigración y la vida en Occidente, Buenos Días Vietnam, ese vehículo perfecto para su irreverente humor automático, What Dreams May Come, hermana espiritual de Inception y uno de los romances más hermosos jamás filmados, y La Sociedad de Los Poetas Muertos, vademécum, manual de uso para la Generación X y seguramente la obra de arte que más escritores ha inspirado –mi vida cambió para siempre con esa línea de los dientes sudorosos que enuncia Ethan Hawke.
A esa impresionable edad de veintitantos, fue incomodísimo ver Being Human por lo frágil y moralmente ambigua que es su actuación. Por esa absoluta humanidad que muestra también en Mrs. Doubtfire, el logro más sublime del cine de los 90s, esa última década en la que las comedias eran comedias y no ensayos cínicos o degradantes sobre lo que nos causa risa.
Durante toda mi vida Robin Williams siempre ha estado ahí en la televisión, haciendo de psicópata, gurú, payaso o los tres a la vez, pero siempre dejando entrever algo de humanidad, algo que te hace creer que estás viendo trabajar a un hombre del renacimiento. Esa capacidad para disfrazarse de un personaje imposible y a la vez hacerlo humano, era su marca.