Él lo deja todo: esposa, hijos, trabajo, ciudad. Puede hacerlo. Por amor, la única razón correcta, puede hacerlo. Se muda con el firme propósito de ser un apéndice de cariño. Pone sobre la mesa su devoción, lo que queda de su esperanza. Ella ofrece su juventud intacta. Dentro de ciertos parámetros, está todo montado para un hermoso futuro.
Sin embargo, la historia –o los hechos– los persiguen.
Él es encantador menos de la mitad del tiempo. También es mañoso, es decir, humano. Consumido por la culpa y el desarraigo, tiene episodios periódicos de depresión. Al teléfono, su familia y amigos le hablan con cierta condescendencia.
Ella sospecha. Dados los precedentes, sabe que en cualquier momento él puede dejarla por otra. Considerando los irrefutables hechos, es imposible confiar en él.
Él piensa en todo lo dicho, en una retahíla infinita de promesas, una cadena de traiciones que empezó veinte años atrás. Él piensa que Dios cuenta las lágrimas de las mujeres. Ella se aísla. Dejan de hacer el amor. Es imposible confiar en él.
Él piensa que al final todos los amores son uno, el mismo. Pero no hay vuelta atrás, ha quemado los puentes. Lo único que queda es seguir. Ella se resigna, o despierta –con las mujeres nunca sabemos– y en ambos casos se convierten en dos soledades, dos tristezas que para ojos de los demás se acompañan, pero en el fondo, se odian un poquito.