Pasamos junto a un cementerio de tumbas nacidas y subimos una colina que perfectamente podría quedar al este de Falcón, o en la Costa Brava. Las chicharras desgarran el sopor de la tarde y mi meta personal es alcanzar una cerveza en ese bar que se ve a lo lejos, al final de la cuesta.
Al lado del bar hay un puesto de artesanías donde un tipo con un soplete confecciona nazares. Un poco más allá está el castillo de Yoros y el precipicio.
«Más allá del agua, está Sebastopol» —es el único pensamiento que logro colar antes de que se atraviese otra hilera de turistas. Es muy raro estar aquí, parado en Asia, del otro lado del mundo, pero también en casa.
Miro hacia atrás, hacia el camino trazado. Escondido en el horizonte, indivisable incluso desde lo alto de esta montaña, está el centro de Estambul, esa gigantesca mancha inabarcable, esa ciudad múltiple, partida entre dos continentes. Tan exótica pero familiar. Eso, familiar. De allí viene este impulso de alejarnos del centro hasta el borde del Mar Negro, de detenernos en cada callejón y descubrir el verdadero origen de las paredes. A veces pareciera que debajo de cada edificio podría encontrar a Caracas, podría encontrarme. Por eso caminamos toda la ciudad, buscando menos asideros, más olvido.