Corro. El último tren pasa en una hora. No hay taxis afuera.
Hay luna nueva y toque de queda. Las luces están apagadas en las casas sembradas a lo largo de la ruta 140. Los faros de los carros a toda velocidad generan fantasmas en las fachadas con mi sombra. Hombres-lobo que se abalanzan sin misericordia.
Para este muchacho de ciudad, la Nueva Inglaterra rural queda en otro planeta. Es un paisaje sobrenatural, con un persistente olor a madera vieja, donde se escuchan los pasos sobre el césped y la gente deja sus pertenencias en los porches, como si por alguna oscura amenaza insospechada, hubiesen tenido que abandonarlas súbitamente.