La segunda vez que migramos, llegamos a una casa del siglo XIX, remodelada por sus dueños más recientes, una pareja de exiliados británicos que convirtieron lo que fue una casa de campo, una posada, y una tienda de antigüedades, en su residencia principal. Vivíamos en un anexo y la mitad de ese anexo estaba ocupado por el taller de Paul, un espacio de unos veinte metros cuadrados, dominado por una gigantesca mesa de trabajo, perennemente cubierta con varios estratos de herramientas, manchas de pintura, yeso, escombros y bocetos de proyectos en varios estados de progreso. En una esquina había un fogón, la cocina a fuego abierto de la antigua posada, y encima descansaba simbólicamente una canónica caja de herramientas —de hierro, roja, pesada— con los destornilladores más grandes que he visto en mi vida, varias espátulas encostradas y una caja de tentadores pernos de cobre, venidos de otra época.
Los ruidos que salían del taller durante el fin de semana delataban que Paul le daba constante uso a sus herramientas. Así que me aproximé con cautela las primeras veces que pedí prestado el taladro, el martillo o uno de esos destornilladores gigantes. Paul me sorprendió un día invitándome a usar lo que quisiera. El más hermoso e íntimo gesto de bienvenida.
En las tardes de los sábados, durante la hora mágica, se podían ver las partículas de polvo y yeso en el aire, en estado de suspensión eterna. Era el taller de un constructor, un artesano y un poeta —Paul es escultor—; pero también un bálsamo para la memoria que me llevaba sin vacilaciones al armario de herramientas de mi padre, lleno también de tuercas, válvulas, destornilladores cubiertos de pintura, repuestos imposibles de rastrear y detritos huérfanos de lo que fue su propio experimento de construir una casa. Un armario ahora cerrado, inaccesible, dentro de una casa perdida para siempre.