Me encontré con el anuncio un día cerca de la frontera. Los colores, el contraste entre el verde y el azul me hicieron voltear y allí estaba: un paisaje rutinario, familiar y fuera de lugar. Traté de corregir, ¿Medellín? No. Mi Ciudad. Ese día, Adriana me envió el mismo anuncio. A ella no se le escapan las panorámicas de Caracas. He visto otras variantes por la ciudad: el afiche de un festival de cine latinoamericano que —perspicazmente o no— usa un paisaje de mi ciudad el año en el que más ha sufrido.
Cerca de mi trabajo pusieron otro. Paso frente a él algunos mediodías, cuando voy a almorzar en el supermercado. El afiche está —perspicazmente o no— en la misma esquina donde se estaciona una vez a la semana el carrito de Arepa Republic. El otro día tomé una foto y se la envié a Adriana, para devolverle el favor. El anuncio se ha vuelto una manera cercana de ver el Ávila a la distancia. Levantar la mirada para viajar a la niñez que perdí.
Cada vez que paso por allí me detengo a mirar El Cerro y hoy, por primera vez, me fijé en otro anuncio del Centro de Arte Contemporáneo de Ginebra que —perspicazmente o no— pegaron justo debajo. Allí, bajo el Ávila, está escrita temporalmente y un poco difusa, la declaración de muchos: no queríamos irnos.