Nunca veo la película de un libro que quiero leer. Inclusive si eso significa perder la oportunidad de verla en pantalla gigante, sonido estéreo dolby digital (TM). Si alguien me obliga a romper esa regla, dejo que pase mucho tiempo (durante el cual no repito la ofensa) antes de entrarle al libro.
Durante seis años rodé mi copia de Fight Club, hasta que hace un par de semanas decidí que uno puede ser ignorante por vocación, pero no tanto. Era hora de comprobar si el libro era mucho mejor que la película.
Como lector, da lástima.
Da lástima que la película sea tan buena. Fincher, o quien haya sido el que tuvo la visión para realizar una traducción tan fiel y de paso construir sobre ella, merece una nueva oleada de respeto (la misma que uno podría darle a Kubrick por La Naranja Mecánica y a Cronenberg por Crash). Lástima también que durante los últimos diez años una buena parte de la contracultura se haya apropiado del discurso de Palahniuk y Bret Easton Ellis. Muchos de los argumentos, aunque sean deliciosas construcciones semánticas, suenan repetidos.
(y los teóricos de la conspiración podrían acompañarme en la presunción de que la masificación de los voceros del descontento opera en contra del mensaje fundamental y por lo tanto, no es casual)
Da lástima también, por supuesto, esa absoluta seguridad de que jamás escribiré algo como esta novela… ni siquiera una síntesis como esta frase:
After a night in fight club, everything in the real world gets the volume turned down. Nothing can piss you off. Your word is law, and if other people break that law or question you, even that doesn’t piss you off.
Al igual que cuando vi la película, perdí la cuenta de los momentos en los que sentí que el narrador me estaba hablando únicamente a mí.
Busqué sin éxito un link al capítulo 6, que es el cuento a partir del cual nació la novela. Todavía estoy tratando de imaginarme en qué emisora tienes que estar sintonizado para digerir esa historia en 1996.