Mientras espero en un consultorio, levanto la mirada del libro, fascinado por el detalle, la precisión imaginaria o no, que acompaña a la descripción de un recuerdo infantil.
Hace diez años ya yo era adulto. Argumentablemente adulto. Hace diez años decoraba mi primer apartamento. Hoy, luego de leer este recuerdo infantil, me doy cuenta de que no logro evocar el contenido de la pared de esa sala, una selección, un arreglo de viejos cuadros con el que construimos el reflejo de nuestras identidades.
Se me escapa la memoria de ese apartamento y quedan nada más fragmentos: barrer con el Kid A a todo volumen, alguna reunión con amigos, ella llorando luego de nuestra primera inundación, yo borracho y deslumbrado en el piso del baño, el Ávila desde la cama. Las cajas arrumadas en la puerta el día que me fui. Yo llenando las libretas de poemas como despedida-primera señal de odio. El olor a espacio nuevo de nuestra relación.
Todo esto con mucho esfuerzo. Porque lo que recuerdo es el ahora. Desde siempre, todo lo único es el ahora.
Como las cartas de un desconocido, quedan por ahí un par de megabytes de texto. Una colección de memorias ajenas que, si fuese más optimista, apostaría a que son la salvación al olvido. La única evidencia de esa afirmación que ha veces parece mentira: «he vivido, un poco».
Perdí tiempo, mucho tiempo desde el momento en el que creí entender los principios del estado consciente, hasta que comencé a aplicarlos. Invertí casi toda la veintena en una vida que arroja apenas un puñado de recuerdos. No fue sino hasta los 28, caminando por El Espinar, cuando entendí que mis nietos jamás conocerían el bosque tropical lluvioso y yo lo olvidaría inceremoniosamente. Fue allí, una tarde luego de un aguacero, rodeado de un verdor paralizante, cuando encontré mi mantra: «acuérdate de esto, acuérdate de esto».