A Thousand Feet Per Second: OK Computer’s Sublime Velocity | Anwen Crawford

De todas las cosas que he leído sobre el vigésimo aniversario de OK Computer, destaco este artículo de Anwen Crawford en Pitchfork. Quizás porque fue escrito por alguien que estaba vivo en 1997 y puede relatar esa experiencia de escuchar el disco por primera vez:

But these nervy Englishmen, with their songs about cattle prods! They didn’t save me; nothing so corny. But they did make me feel that there was room in the world for the thin-skinned, the fretful, and the constitutionally pessimistic. Me and thousands of others, joined together under the sign of pop music’s most inexhaustible cliché—the community of outsiders.

If you were there when they toured this album then you’ll remember the moments when it happened: The way the “rain down” section of “Paranoid Android” became a collective plea for deliverance, or the cheer that went up when Yorke sang “bring down the government” on “No Surprises.”

Escuchar OK Computer fue un acto extremadamente solitario, más aún que muchos otros discos. Viviendo en una época post-MTV, en un país del tercer mundo, y metido de cabeza en la doble misión suicida de desempacar la etapa eléctrica de Miles y enamorarme, no fue sino hasta un año después que OK Computer cayó en mis manos, y luego pasé dos o tres años sin conocer a alguien que lo hubiese escuchado. La primera conversación que tuve sobre OK Computer, sobre su relevancia, fue como quien discute una información clandestina, ¿es este nuestro Album Blanco, nuestro Dark Side of The Moon? ¿Nuestra generación tiene derecho a manifestarse más allá de Nevermind?

Leer sobre OK Computer en estos días me ha hecho recordar la idea de que alguna vez tuvimos la oportunidad de evitar esta distopía, esta renuncia a nuestra privacidad, al derecho a tener tiempo libre, una mente independiente y una vida dictada por nuestros genes. Quizás mi generación nunca tuvo los medios, pero definitivamente sí tuvo la oportunidad y la claridad mental. Coreamos las advertencias e hicimos click en “Siguiente”, “Siguiente”, “Siguiente” hasta que se apagaron las alarmas.

http://pitchfork.com/features/ok-computer-at-20/10037-a-thousand-feet-per-second-ok-computers-sublime-velocity/

música

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Thimbleweed Park

Hoy, por primera vez en años, pasé más de una hora seguida jugando un juego de aventura. Pensaba que no pasaría más nunca, que era una etapa que había superado, que ya no tenía la capacidad de concentrarme —¿entregarme?— lo suficiente como para dedicar veinte horas a resolver acertijos intrascendentes, explorar todas las puertas, y desplazar el cursor minuciosamente sobre cada píxel sin algún tipo de compensación económica; tareas que se oponen al concepto de entretenimiento y que, en el fondo, constituyen una empresa tristemente solitaria. Pensaba que los juegos de aventura ya no me atrapan porque la internet ha dañado mi cerebro y me he vuelto más cínico e impaciente, ya no leo novelas largas ni me engancho con series.

Pero hoy jugué Thimbleweed Park, de Ron Gilbert y Gary Winnick, y descubrí que había dejado de jugar no porque me había convertido en un adulto cínico, sino porque muy pocos juegos pueden superar los altos estándares de una adolescencia inasible.

Gilbert y Winnick son las mismas personas que crearon The Secret of Monkey Island y —más importante— Maniac Mansion. Un dúo de los pocos que pueden decir que cambiaron para siempre la historia de la interacción persona-computadora.

Siempre asocio al desarrollo de videojuegos con gente joven. Quizás porque crecí consumiendo la exposición mediática que recibieron esos primeros programadores. Según el mito, desarrollar —y probar— videojuegos implica muchas noches sin dormir, meses de pizza y Coca-Cola. Es una actividad que quiebra los nervios y destruye tu cuerpo. Luego una vida como esa, intensa y corta, los programadores de antaño están desdentados, dementes, en la quiebra o muertos. Así que cada vez que me entero de que algún sobreviviente decide avivar su carrera en Kickstarter, tengo cero expectativas.

Thimbleweed Park es un proyecto canónico de Kickstarter: un producto indie que explota en forma y fondo la nostalgia de quienes detentan ahora el poder económico. Otra razón para mirarlo con desdén, una entrada más en este largo revival de los 8-bits. Sin embargo, este juego no es un ardid; es un producto hecho con hambre, como el debut de un artista que necesita demostrar algo, o —más cerca de la realidad— como la obra de un experto que sabe exactamente cómo funciona la mente del jugador. Thimbleweed Park es una obra maestra diseñada, escrita y programada por artistas en pleno dominio de sus capacidades, el equivalente a leer una novela tardía de uno de tus escritores favoritos o, sin ir tan lejos, jugar el último Civilization de Sid Meier, o Super Mario Run de Miyamoto.

El guión es impecable, con el humor que caracterizaba a los juegos LucasArts. Gilbert y Winnick tomaron el concepto original múltiples protagonistas de Maniac Mansion y lo elevaron a un estado de gracia. La narrativa interna de los personajes se va desvelando progresivamente mientras la historia se desarrolla. Cada personaje tiene distintas motivaciones, por lo que las metas van cambiando a medida que juegas y te enteras de sus verdaderas intenciones. Periódicamente, estos objetivos convergen para impulsar la historia —una profundidad inusitada en este tipo de juegos. No puedo imaginar la cantidad de horas de diseño y pruebas que necesitó esta pieza de relojería.

Thimbleweed Park

crack

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James Motherf%$king Hong

Brandon Hardesty hizo un documental de una hora sobre James Hong, uno de los actores que más ha trabajado en la historia del cine. El documental no es solo sobre Hong, sino toda una reflexión sobre el papel de los actores orientales en Hollywood.

Si no quieres invertir una hora, mira el trailer. Es genial porque es absolutamente verdad:

cine

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