Emigrar es una putada. Justo cuando aprendes qué es un benjamín, te toca irte. Al día siguiente te encuentras en la ferretería tratando de explicar qué es un dado de rachet, o qué significa “marcador” y no puedes usar las palabras-comodín —“bichito”, “vaina”, “cosa”— que te sirvieron para aprender esos nombres en primer lugar. Estás ahí desnudo frente al mostrador, deteniendo el tráfico sin poder nombrar el más básico de los objetos, malparando al gentilicio con un acento que delata no sólo una incapacidad para pronunciar ciertas consonantes, sino quizás también algún tipo de retraso mental.
Cuando me fui, una de las primeras cosas que metí en la maleta fue un destornillador. Ese destornillador no es uno cualquiera. Es un destornillador múltiple, de esos a los que se les cambian las puntas. Un destornillador que cayó en mis manos de una manera imprecisa, hace un igual número de años. No me lo robé —al menos no conscientemente. Pero tampoco ubico cuándo apareció en mi vida. Las herramientas son así a veces: no sabemos como llegan ni cuanto tiempo estarán con nosotros.
Tiene una inscripción en el vástago: «EB» y de vez en cuando, durante una pausa entre tornillos que sobran, me entretengo enumerando los nombres que forman esas siglas. ¿Esteban Bolívar? ¿Eugenio Ballesteros? ¿Eduardo Bonilla? ¿El Becerro… que me prestó este destornillador?
EB me acompañó durante mis primeros años como técnico de PCs y era, junto a un chip Pentium de 33Mhz, la única evidencia de que alguna vez trabajé en los 90s.
Pero la razón para incluirlo en la maleta de imprescindibles no fue puramente sentimental, era parte de un truco mental: EB fue esencial para hacerme creer que al final de ese viaje yo llegaría a un lugar que, luego de algunas maromas, podría llamar hogar.
Porque, verás, si yo no tengo herramientas en un lugar, ese lugar no es hogar, porque «todo hombre debería tener las herramientas correctas para hacer reparaciones eventuales». Es una de las últimas cosas que valida nuestra existencia en la tierra. Hay que temerle a las mujeres que pueden desmontar y arreglar el compresor del refrigerador, porque son el último estado de evolución del homo sapiens, la etapa previa al hermafroditismo y la irrelevancia del género masculino.
Así que lo normal para una persona que emigre y comulgue con lo que acabo de escribir es llegar, ir a la ferretería más cercana, comprar una caja de herramientas y comenzar a llenarla. No fue mi caso. Yo llegué a una casa que ya tenía una caja, martillo, alicate de presión, clavos y un taladro que, junto a muebles, botellas y una mujer, alguna vez estuvieron involucrados con otros hombres.
Hay algo que parece un instinto, pero es más bien el resultado de una sugestión: la capacidad para identificar instantáneamente qué falta en una caja de herramientas. En ese caso fue un buen alicate pico de loro, una piqueta y un rollo de telfón. Eso y dos botes de pintura fue lo que busque en mi primera visita a la ferretería del barrio.
No fue firmar un contrato de alquiler, ni obtener un documento de identidad, o que luego de unos días el policía de la esquina reconociera mi cara y me saludara. Lo que me hizo sentir que había llegado fue pintar un apartamento, apropiarme de esas herramientas ajenas, tapar agujeros y abrir otros, fue llamar a un amigo para fijar anaqueles y armarios, fue decir “yo me encargo” y descubrir que esa parte de mi había sobrevivido al desarraigo. Lo que me hizo sentir que había llegado fue ayudar a levantar un hogar en donde antes sólo había herramientas.