Esto es fascinante. Si lo piensas bien, balancear tu peso sobre una bicicleta depende estrictamente de tu habilidad para usar el manubrio. Pero esa es una de las cosas que olvidamos, o se vuelven instintivas, una vez que aprendemos a montarlas.
Mastodon
Esto es fascinante. Si lo piensas bien, balancear tu peso sobre una bicicleta depende estrictamente de tu habilidad para usar el manubrio. Pero esa es una de las cosas que olvidamos, o se vuelven instintivas, una vez que aprendemos a montarlas.
La primera vez que viví en una ciudad sin montañas, salí a caminar y me perdí. No había hitos en el horizonte. Soy caraqueño y El Cerro es mi brújula. Necesito una montaña para orientarme. Las llanuras me dan vértigo.
Enio dice que detrás de toda montaña está el mar. Pienso que la evocación de ese mar, la idea de vivir en lo alto de una montaña y al mismo tiempo pertenecer al Caribe, es lo que mantiene vivo al caraqueño. Eso y que la montaña esté verde todo el año.
Una montaña verde perpetuo es un concepto inasible. Ni hablar de una que a veces se torna azul, como el Ávila los días que huelen a ozono.
Cuando vivíamos en Barcelona no tenía una montaña favorita. No es difícil enamorarse del Tibidabo, Montjuic o de Montserrat. Es más, detrás de Montserrat, la ciudad de Manresa descansa sobre una montaña en cuya base San Ignacio de Loyola improvisó una capilla dentro de una cueva. ¿Cómo no perderse en esa idea?
Nunca terminé de elegir una referencia en Barcelona. «Esos amores llevan tiempo», pensé.
Apenas llegamos a Ginebra, caí encantado por las nieves perpetuas de la montaña blanca. Un macizo que se desvela sólo aquellos días en los que sucede una combinación muy afortunada de condiciones meteorológicas. De allí viene la fascinación, de conocer ese misterio oculto tras múltiples capas de niebla, bruma y nubes, al final de la carretera que tomo todas las mañanas.
No destaca por ser la única elevación. Está incrustada en una región de picos fascinantes. Cuando vuelvo del trabajo y le doy la espalda a la montaña, me espera la cordillera de la Jura, encendida a contraluz en el atardecer. Me espera la conciencia de que allá arriba —detrás de La Dôle— hay un lago, que a la vez es un colador que destila nieves a través de una cueva y hace brotar un río de una pared en medio del bosque.
Pero la montaña blanca es el hito que encontré para orientarme, indica el comienzo de algo grande, una sucesión de amores inexplorados. Es la puerta hacia otro país y una región desprovista de llanuras. Su nombre es masculino —el Monte Blanco— pero en mi cabeza es una mujer. La montaña es una emoción y mi vida parece avanzar como un compás entre ciudades coronadas por elevaciones singulares.
Tengo otra vez una montaña favorita. Está cubierta de nieve hasta en los días más calurosos del verano y eso es tan raro, tan inverosímil como el Ávila, un cerro siempre verde, y a veces azul. He encontrado un amor en las antípodas del afecto. He subido la montaña para descubrir que, por primera vez, no hay mar detrás de ella. Hay lagos y cúspides, hay un océano de picos blancos, como se ve el Caribe desde los aviones.
En los años que tengo suerte, la vida me regala periodos en los que mis problemas se diluyen, porque mis padres y mis suegros vienen a visitarnos.
Ellos viven en una zona de conflicto, un país en guerra y cuando están aquí disfruto de ese raro lujo de no preocuparme por ellos —¿amanecerán vivos? ¿conseguirán atención cuando se enfermen? ¿podrán pagar sus cuentas?
Todos podemos inventarnos preocupaciones, pero pocas cosas se comparan con enterarte de que uno de tus padres tiene un problema grave a siete mil kilómetros. Ese es el momento en el que verdaderamente debes apretar el culo.
En estos días estamos todos bajo el mismo techo y siento que de alguna forma les brindamos refugio. La palabra hogar se transmuta en búnker, pero también se conecta con su significado primordial. En estos días todo el amor de la familia arde en un sólo lugar.