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La logística de migrar

Hay gente que encuentra confort en los objetos y se define por los adornos que muestra, los libros de su biblioteca, los muebles. Conozco a muchos y he sido castigado en Facebook con su drama a la hora de coordinar cómo llevarse sus pertenencias a otro país. Esa prisión es cruel, porque terminas pagando transporte y alquiler para estar cerca de las cosas que has acumulado.

La mayoría descubrimos, tarde o temprano, que cada alfiler que te llevas tiene un costo asociado y el valor sentimental de las cosas dura hasta el primer día que te quedas sin plata y sin trabajo y no puedes comerte los libros.

Pero he visto que, incluso para los más acaparadores, los objetos van perdiendo valor luego de la segunda migración. Esto es porque tu vida se fragmenta cada vez que cambias de país. Si repites y repites, llegas a un punto en el que sólo viajas con tu pasaporte, tus afectos y la memoria.

Cuando conoces a gente que ha migrado tres o cuatro veces –y no son diplomáticos de carrera– descubres en sus ojos y en su manera de hablar que algo adentro se rompió. Yo me aventuro a decir que eso se debe a que te desprendes de todo una y otra vez. Y cuando digo todo, no hablo de objetos solamente.

Son cosas muy difíciles de transmitir o contar, porque la secuencia de eventos que ocurren entre tomar el bus con tus dos maletas y sobrevivir tu primer mes sin llorar, no responden a un proceso estructurado. No hay una secuencia de pasos para la estabilidad del migrante.

Muchos –casi todos– creen que migrar es mudarse. Pero en realidad, el mayor reto logístico está en reacomodar tu mente. Nadie te avisa ni te aconseja cómo será. Nadie te cuenta sobre aprender a hablar otra vez, sobre el desarraigo, el fracaso inminente, la sensación perenne de que estás siempre uno, dos, veinte pasos por detrás en todos los aspectos; sobre el vértigo cuando te das cuenta de que el país que elegiste para morir no puede darte lo que buscas, otra vez. Nadie te explica que migrar es desprenderse una curita muy, muy lentamente y si lo haces varias veces, dejas de sentir dolor.

 

Una dimensión desconocida para la era digital

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Ahora que Black Mirror está llegando a Estados Unidos, un montón de gente ha escrito excelentes reseñas. La mejor que he leído está en el New Yorker. Emily Nussbaum apunta algo que no había entendido y resulta super-obvio: Black Mirror es la Dimension Desconocida de la era digital.

La fórmula y la magia de Dimensión Desconocida era que sus historias partían de un presente familiar y luego introducían una ligera variante, un pequeño batir de alas que desencadenaba un horror absurdo, pero a la vez cercano, inescapable. Eso es Black Mirror también.

El artículo lo explica mejor:

Serling’s “The Twilight Zone” aired, in the fifties and sixties, it was an oasis in a bland era. Through sci-fi metaphor, Serling could talk about civil rights and the Red Scare without the censors stepping in. His endings could be unhappy, even nihilistic—a break with the industry’s feel-good ways. Brooker has a lot in common with Serling: he’s an absurdist, with a taste for morality plays and horror shows. He knows how to land a punch. Yet he’s responding to a very different media environment, one that is saturated with “edginess,” from sexy torture scenes to cynical satire. “Black Mirror” slices at this material from several angles, critiquing the seductions of life lived through a screen. It’s an approach that could easily turn pedantic—just another op-ed about Tinder-cruising millennials—but it never does. Because Brooker is an insider, with a deep and imaginative understanding of tech culture, he doesn’t come off as “The Simpsons” ’s “Old Man Yells at Cloud” (or Aaron Sorkin, his representative here on earth). He can’t condescend to those who rely on their devices, because he’s so clearly one of us.

«No» means no

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Uno de nuestros temas de sobremesa es la costumbre que tienen algunos de oír «quizás» cuando dices «no». Mónica se apresura a decir que es una costumbre venezolana, pero yo la he visto en el pana serbio y he escuchado historias de como los jefes rusos encuentran siempre la manera de chantajearte para que aceptes algo que no quieres hacer.

Quizás sea una característica y condena de los países pelabola. O quizás pase en todas partes y lo distinto sea el grado de tolerancia que tiene cada cultura a la transgresión del espacio privado. Pedro dice que un tipo llamado Triandis teorizó sobre eso en los 90s.

En mi cultura, «no» es una palabra proscrita. Creemos que es de mal gusto usarla y en esas raras ocasiones en las que a alguien se le escapa, nos corresponde pedir una explicación. Así mantenemos ese código medio disfuncional en el que somos incapaces de expresar nuestra voluntad y a la vez nos parece completamente normal indagar sobre la voluntad del otro. Como nunca decimos «no», pensamos que el otro tampoco tiene derecho a hacerlo.

Una de las cosas más maravillosas de vivir en lugares donde se respeta al prójimo, es que cuando dices “no”, “no quiero» o «no me gusta», tu palabra suele ser final. Mi vida se partió en dos la primera vez que una persona interesada me aceptó un simple «no». Hasta ese momento, vivía sujeto a una constante evaluación de mis razones, rodeado de personas que esperaban respuesta a ese inocente pero transgresor «¿por qué no?». Una pregunta que exigía pre-elaborar justificaciones bizantinas para escaparme de posibles compromisos.

Sólo después de migrar fue que descubrí que puedes negarte sin ser juzgado. Que en el mundo existen lugares en los que todos entienden que la voluntad no necesita justificación y que lo cortés y lo correcto es decir «no» cuando quieres decir no.