El oncólogo Peter B. Bach cuenta cómo fue perder a su esposa:
The streetlights in Buenos Aires are considerably dimmer than they are in New York, one of the many things I learned during my family’s six-month stay in Argentina. The front windshield of the rental car, aged and covered in the city’s grime, further obscured what little light came through. When we stopped at the first red light after leaving the hospital, I broke two of my most important marital promises. I started acting like my wife’s doctor, and I lied to her.
Uno de mis terrores. Mi sentido pésame a quienes hayan perdido a sus parejas cuando eran jóvenes.
Peter Welch comienza un artículo sobre los bemoles del oficio de programar con algo que siempre he sentido:
Right now someone who works for Facebook is getting tens of thousands of error messages and frantically trying to find the problem before the whole charade collapses. There’s a team at a Google office that hasn’t slept in three days. Somewhere there’s a database programmer surrounded by empty Mountain Dew bottles whose husband thinks she’s dead. And if these people stop, the world burns. Most people don’t even know what sysadmins do, but trust me, if they all took a lunch break at the same time they wouldn’t make it to the deli before you ran out of bullets protecting your canned goods from roving bands of mutants.
Y luego hace un punto que es la absoluta verdad:
These things aren’t true because we don’t care and don’t try to stop them, they’re true because everything is broken because there’s no good code and everybody’s just trying to keep it running. That’s your job if you work with the internet: hoping the last thing you wrote is good enough to survive for a few hours so you can eat dinner and catch a nap
Un día, en 2019 o así, vamos a despertarnos con una crisis porque el mundo correrá sobre un mashup de JavaScript, todos habremos olvidado cómo escribir y reparar programas no-triviales y algún novato que nunca entendió herencia prototípica introducirá un bug en un sistema bancario que derrumbará los grandes edificios de occidente.
Algunos días me conecto con ese deseo de atestiguar cómo termina todo, estar allí cuando se acabe, en una Caracas de fin de règne como la de Mayo del ’93, Abril de 2002 y Febrero de 2014. Una capital en la que los adolescentes se jubilan de clase el día equivocado y los amantes tiemblan en hoteles de paso, con la televisión encendida, mientras paramilitares, DISIPs, narcotraficantes y el hampa se confunden en una carrera loca por saldar deudas de sangre. Vivir un finalcomienzo con la emoción de estar garrapateando un novísimo pacto sobre ruinas insalvables. Un familiar primer beso. Un «así es como vamos a matarnos de ahora en adelante».
Luego recuerdo el significado de comenzar y encuentro que no estoy para construir cosas en nombre de esa mafia que se pelotea al estado venezolano. Ni siquiera estoy para defender a mis compatriotas, quienes me han demostrado muchas veces –sistemáticamente– que no quieren nada de lo que yo pueda aportar.
Aplacar esta breve añoranza por el caos es un ejercicio consciente y a veces laborioso, porque la ilegalidad, el terror y la muerte son una parte irrenunciable de mi identidad.
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