Cada vez que visito una caleta, una playa desierta, un lugar escondido, pienso –como muchos– en la posibilidad de quedarme a vivir ahí, anónimamente, lejos de ese mundo de tercera categoría que me persigue y define. Los lugares más tentadores son como Rottnest Island, frente a la costa de Perth en Australia Occidental, un paraíso cercano a las comodidades y suministros de la ciudad.
Los plutócratas rusos prefieren esconderse en sus palacios kitsch, construidos a medida en la Costa del Sol. Pero el mundo está lleno de lugares más civilizados que no aparecen en televisión. Si fuésemos fugitivos, nos escaparíamos a una pequeña ciudad de Europa Central. Un lugar lejos de los folletos turísticos, opulento y simple a la vez. Un lugar que nadie sabe que existe y sin embargo tiene cines, supermercados, trenes, bares; en fin, las comodidades a las que uno no debería renunciar durante la huída.
Hay una razón de porqué Suiza es Suiza: Mitteleuropa es el lugar para desaparecer. Sus habitantes han hecho de la discreción su principal industria.
Elegiría una calle arbolada, una… grünen? gesäumte straße? en Biel, Linz, Heidelberg, Landsberg am Lech o cualquier otra pequeña ciudad bautizada por su río. Allí, lejos del largo brazo de la memoria, diluiría mis culpas entre contadores, filatelistas, bromatólgos, poetas y criminales anónimos.
Mi único problema sería controlar esta añoranza de mar.