Trent Wolbe aprendió a usar After Effects en una sentada con ayuda de lynda.com y un montón de pastillas de Adderall
This was life on speed; this was me jacking into the Matrix; this was a repeatable equation: Lynda + Adderall = Knowledge + Skills. Something powerful came to life here, something new and useful and limitless that had incubated inside me for 29 years, but wouldn’t come out without the help of a shitload of tiny pink pills.
Tratándose de un artículo de The Verge, no es de sorprenderse de que ese momento en el que Wolbe nos cuenta como el Adderall hizo su vida miserable, nunca llega.
En 2003, luego del paro petrolero, perdí a la mitad de mis amigos. La mitad de los que quedaron se fueron de Venezuela entre 2004 y 2009. Fue como si hubiesen muerto de pronto.
En estos días me gusta pensar que la literatura más fascinante sobre el exilio la escriben los que se quedan, quienes describen el tránsito por una ciudad que se destruye a sí misma, la belleza que se marchita, la desesperanza, el desarraigo en sitio, eladiós. Dejar de frecuentar lugares que te recuerdan a tus muertos: una madrugada nos quedamos accidentados en esta calle, en esa esquina nos juntábamos para hablar paja, esa pared la rayamos, en ese bar nos tomamos la última cerveza, aquí me contó que su novia lo dejaba. Allá nos besamos.
Ellos murieron. Quiero decir, emigraron. O quizás fueron alucinaciones, mis amigos y nuestros momentos. Lo cierto es que nunca viviremos en la misma ciudad ni elaboraremos nuestra memoria compartida. Caracas será para siempre un lugar opresivo, poseído por los fantasmas de los que se fueron.
Sobrevivir fue también olvidar a los que optaron por colocarse del lado del poder. Hacerse millonarios sobornando a funcionarios, estafando a su futuro. Ellos también abandonaron ese estado emocional compartido que, a falta de mejor palabra, llamábamos ciudad. Todos acordaron morirse en menos de una década.
Yo me quedé. A mi me sedujo la fascinante tragedia de Memorias del Subdesarrollo. El tipo que se restea con su lugar. Una película llena de sabiduría. Yo dije y repetí que me gustaría ver cómo terminaba. Lo decía más o menos como ese chamo en Caracas, Ciudad de Despedidas (minuto 1:49). En ese tono, con esa misma edad y esa misma mirada perdida.
Pero también sacaba otras cuentas: tenía menos probabilidades de sobrevivir que los militares que terminaron de destruir nuestra sociedad. Pensaba en los exiliados cubanos que agonizan de cáncer sabiendo que Fidel aún respira porque les chupó la vida.
Envejecer. ¿Cómo fábricas un lugar para envejecer sanamente? Esa idea pudo conmigo. Yo también me fui y mi fantasma se desvanece en Caracas.
A veces quisiera no haberme desprendido de esa parte de mi que ahora es un alma en pena en el trópico. Pienso que me traje lo esencial, pero por ahí siempre está la duda ¿sabes? En el fondo, siempre es más cómodo no tener que empezar desde cero. A veces quisiera no haber tenido que migrar ni haber celebrado que todos mis amigos murieran. Digo, migraran.
Pero eso habría supuesto que ninguno de nosotros habría saboreado la felicidad, ni habríamos descubierto que crecer es también morir.
Una pareja de españoles descubre los nombres de las cosas en francés. Comentan la variedad o la escasez productos, eligen las marcas que conocían en España. Los miro con ternura porque me recuerdan nuestras sorpresas iniciales. Nuestro amor/miedo adolescente de recién llegados, la sensación de sólo tenernos el uno al otro en esta ciudad de paso.
Nadie vive más de cinco años aquí. En la frontera, todos están de paso. La sorpresa, el desencuentro, la fugacidad y las despedidas son las únicas constantes. La pérdida continua se vuelve intolerable para algunos. Nuestros caseros preguntan, un tanto extrañados «¿y ahora qué van a hacer, cuáles son vuestros planes?» Nos miramos en blanco, avergonzados. Nuestros planes son vencer la temporalidad, pero no sabemos decirlo en otro idioma. Apenas podemos intuirlo en castellano.
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