Nelson me pregunta si recuerdo la vez que caminamos desde Plaza Venezuela a Bello Campo, hace más o menos 20 años. Sí, recuerdo algo. Pero tuve que buscar dónde queda Bello Campo.
Eso me pasa desde hace unos meses. Se me olvidan los nombres de las urbanizaciones de Caracas. Los únicos nombres que recuerdo son los de mi infancia, por razones obvias. Cuando leo las noticias, cuando me hablan de alguna parte de mi ciudad, debo buscarla en Google Maps y sorprenderme por enésima vez de no recordar dónde queda.
A veces cuando rememoro en voz alta me aventuro a usar el nombre de una urbanización y siento que las palabras son producto de una combinación azarosa en mi cabeza. ¿La Florida o La Floresta? ¿Ambas existen? ¿Valle Abajo? ¿Campo Claro? ¿Bellavista? ¿Alta Vista? ¿Esas palabras van juntas? ¿Sabes como cuando dices algo antes de pensar y luego dudas y te retractas? ¿Sabes cuando saludas a alguien de pasada y minutos después te preguntas si usaste el nombre correcto? Eso es lo que sucede cuando intento contar una anécdota. Comienzo a hablar y a medio camino descubro que me faltan asideros. Las historias de mi vida están truncadas porque no recuerdo el nombre del lugar en el que ocurren.
Esos nombres que creí tatuados en la memoria me resultan ahora exóticos y dudosamente familiares. La ciudad, mi ciudad-familia, se aleja. Mónica dice que es una señal de que me fui. ¿Es falta de uso? ¿Parte de un olvido forzado? Hay un microcuento de un escritor mexicano, Luis Felipe Lomelí, que tengo presente desde que comencé a perder país:
El Emigrante
-¿Olvida usted algo?
-¡Ojalá!
Es eso. Emigrar, o al menos emigrar sanamente, es olvidar. Es un ensayo de memoria finita. Suplantar querencias. Es encontrar un cassette un domingo por la mañana, rebobinarlo y descubrir que en lugar de tu canción favorita, hay solo silencio.