Sobre esto último: para mi, uno de los mejores guiños que tiene Children Of Men es el cerdo atado a la estación de Battersea –el «Arca del Arte» en la película (0:54 en este video). Es una indicación de que, en el año en el que se desarrolla la película, los miembros de mi generación ocupan todas las posiciones de poder. En ese futuro cercano, la portada de Animals está tan integrada al imaginario del status quo, que la estación de Battersea debe tener un cerdo atado a las chimeneas.
Yo vi el primer programa de la «nueva» era de Letterman, en el ’93. Para entonces me preguntaba si el cambio significaría que dejaría de ser un show excéntrico y raro. ¿Se habría vendido? Verlo con corbata indicaba que si, pero la ejecución demostraba que no. Ese fue el comienzo de un cambio de guardia. La generación de mis padres estaba formalmente al mando y se encargarían de normalizar lo raro y lo transgresor. Con su show en CBS, Letterman demostró que no había que esperar hasta las 12:30AM para ver algo distinto en televisión. Ninguna de las estrellas actuales del late night norteamericano estarían allí si no hubieran seguido sus pasos.
Ese último kilo de café nos lo bebimos con premura, haciendo varias coladas al día, llenando la greca más de lo necesario. Queríamos que se acabara pronto, porque ese último kilo de café era el peor que habíamos probado en la vida.
Era un café saborizado, uno de esos Frankenstein que la menguada industria del café venezolano inventa para poder evadir el control de precios. Al principio comentábamos lo desagradable que era, e inmediatamente nos sentíamos mal por todos nuestros familiares y amigos que continuaban atrapados en Venezuela. Nos bebimos ese elixir de culpa por respeto a quienes habían hecho el sacrificio de traérnoslo, por compromiso, como quien come una hallaca ácida en casa ajena: rápidamente, en silencio, tragando grueso la vergüenza.
También nos trajeron Toddy. «el Toddy siempre me ha sabido a tierra», dijo Mónica y hasta allí llegó mi añoranza por el Toddy. En efecto, ahora me sabe a tierra. Los Pirulines estaban aceitosos y dejaban un sabor raro en la boca. Cuando se los di a probar a unos amigos, tuve que hacer la salvedad de que «antes eran mejores». Antes en mi mente. La memoria gustativa puede ser traicionera.
Mónica tiene un cuento sobre esto: cuando llegó a España, trató de encontrar un sucedáneo de las Sorbeticos. Las Artinata se le acercaban, pero no eran iguales. Así que la primera vez que volvió a Venezuela, llegó directo al abasto para comprarse varios paquetes de Sorbeticos. Toda su ilusión se vino abajo al probar el primero y darse cuenta de que ya no eran (o nunca fueron) esa maravilla cremosa que recordaba, sino unas barquillas grasientas. El sabor a aceite de girasol duró toda la tarde.
¿Soy yo o tú también lo sientes? ¿Algo ha cambiado?
Una forma de infierno es darte cuenta de que tus chucherías de la infancia son desagradables. Pero ¿soy yo sólo? ¿qué pasó con la cerveza, el ron –oh, el ron– y todos esos tópicos venezolanos que nos hacían sentir orgullosos? ¿el Toddy siempre supo a tierra? ¿Los Pirulines fueron siempre una mentira o es culpa de estos tipos que destruyeron toda la producción de alimentos en 15 años? Me queda la duda ¿ves? Y tengo que vivir con esa duda hasta que me muera.
Afortunadamente todavía queda la Harina Pan de Polar. Nuestra gran contribución biotecnológica. Eso sí, la fabricada en Colombia, porque la venezolana, si se consiguiera, no me atrevería a probarla.
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